Por María Victoria Righetti |
Facultad de Ciencias de la Salud – UCSE – vico_righetti@hotmail.com |
En referencia a términos médicos y físicos, se ha instaurado a nivel social que existe una población que resulta menos afectada por el COVID-19: nuestros niños. Muchos de ellos, a excepción de quienes tienen enfermedades de base, presentan síntomas leves o, incluso, son asintomáticos. Por eso, se ha difuminado en nuestra sociedad la idea de que la primera infancia no forma parte de la población en riesgo. Pero, sí llevamos ésta conversación al plano psicológico, me atrevo a decir qué su salud mental está en riesgo.
¿Cuántas horas pasa encendido el televisor con el noticiero? ¿Cuántas veces se repiten las palabras “peligro”, “muerte”, “emergencia”? ¿Cuántas veces no les respondemos de forma clara, sencilla y sincera? ¿Qué adjetivos usamos cuándo nos referimos a ésta enfermedad? O, incluso… ¿Cuántas veces hemos usado al virus para rogar que realice una conducta o que deje de hacerla? Los seres humanos tenemos un núcleo clave en nuestro sistema nervioso: la amígdala. Con apenas el tamaño de una almendra, es nuestro centinela emocional y es fundamental para la supervivencia. De esta forma, se encarga de escanear el ambiente en el que nos encontramos y, detecta y envía señales al cuerpo. Cuando nuestro sistema de alarma se activa, nos paralizamos, para luego poder determinar si frente a esta amenaza podemos luchar o huir. Sin embargo, también existen situaciones en las que no podemos defendernos ni escapar, en las que nuestro sistema nervioso colapsa: es ahí cuando nos rendimos. En ese instante, se genera el trauma. No existen eventos traumáticos universales, sino que depende de la percepción que tiene cada individuo, de su capacidad para defenderse o huir, de los marcos de referencia que utiliza cada persona para entender y manejarse en el mundo. Y, se preguntarán, ¿qué tiene que ver esto con el COVID-19 y los niños? El cerebro del niño se encuentra en construcción, de hecho, su desarrollo termina después de los 20 años. Los niños, al tener un sistema nervioso inmaduro, se vuelven más vulnerables a sufrir traumas. Si los comparamos con los adultos, los niños son más reactivos debido a que su cerebro reptiliano responde al menor indicio de una amenaza. Al mismo tiempo, tienen una capacidad menor de defenderse. Su sistema nervioso es muy sensible y, es por eso que se asustan, se desregulan, lloran y se sienten amenazados con más facilidad. Cuando los niños escuchan lo que está pasando, ya sea a través de lo que decimos, lo que transmiten en la televisión o incluso en el lenguaje no verbal de los adultos que lo rodean, activan su sistema de alarma: no tienen la capacidad de entender que están protegidos y que sus cuidadores desarrollan estrategias que los mantienen a salvo. El confinamiento puede volverse difícil de transitar, tanto para adultos como para niños. Como cuidadores, para ayudar a los niños a que esta situación no se transforme en un trauma, podemos tener ciertas actitudes. Es nuestro deber acompañarlos, ser sus reguladores externos y ayudarlos a equilibrar su sistema nervioso y evitar que este colapse. Algunos puntos a tener en cuenta son:
Vivamos la cuarentena a nuestro propio ritmo: cada familia en particular, cada niño es único. Revisemos como estamos nosotros, nuestro bienestar, porque eso afecta nuestro comportamiento como padres o cuidadores y este comportamiento, al mismo tiempo, enseña a nuestros niños. Nuestra calma, va a provocar calma en ellos. La vida va a ser diferente, estamos frente a una nueva normalidad. Los niños comprenden y entienden a su manera y a su medida. Estar cerca, estar presentes, salir del modo automático y conectarrnos nos permite ver esta situación de una forma diferente. ¿Estás encerrado o es una oportunidad? Muchas veces, cuando estamos invadidos por estas emociones, como el enojo o tristeza, nuestro cerebro se enfoca en lo que está saliendo mal, lo que no nos gusta o no queremos que suceda. Romper este patrón, tranquilizarnos y poder dirigir la atención de manera consciente nos va abrir camino a ver lo que acontece como una oportunidad para estar más cerca de nuestros hijos y compartir más tiempo con la familia. Bibliografía: González, C. (2003). Bésame mucho. Madrid: Ediciones temas de hoy. Siegel, D. y Payne Bryson T. (2012). El cerebro del niño. Baixada de Sant Miquel: Alba editorial. Siegel, D. y Payne Bryson T. (2015). Disciplina sin lágrimas. Barcelona: ediciones B. Jové Montanyola, R. M. (2009). La crianza feliz. Madrid: la esfera de los libros. |