Por Lucas Cosci

 

El viernes veintinueve de septiembre el Dr. Diego Tatián estuvo de visita en la ciudad de Santiago del Estero para dar una conferencia sobre “Filosofía (y) política en la universidad”, invitado por una organización estudiantil. En esa oportunidad, Revista Trazos solicitó un dialogo al que el académico accedió con gentileza.


L. C.: A un año del centenario de la Reforma del dieciocho, y desde su inscripción cultural cordobesa, ¿cuáles son los riesgos y los desafíos que se presentan en esta coyuntura histórica para la comunidad universitaria? ¿qué significados están en disputa?


D. T.: En general me parece que la recepción y el pensamiento de los grandes hechos que dejaron una marca en la historia argentina- sobre todo en el sentido de producir nuevas libertades y nuevas igualdades- como es el caso de la Reforma, implica siempre un riesgo. Porque los hechos nunca entregan su significado de manera inmediata y requieren un trabajo, reinventar lo que nos es legado e inscribirlo en las coyunturas que nos tocan. En este momento una gran amenaza se cierne sobre la educación pública, la tradición de educación pública que tiene origen en el acontecimiento reformista. En ese sentido, me parece fundamental un trabajo inteligente sobre los grandes temas de la Reforma para que siga entregando significados -no obstante haber transcurrido cien años desde su irrupción- y no malversarla como un hecho que ya no inspira tareas vinculadas a pensar la dominación, la exclusión, compensar la desigualdad, sino todo lo contrario. En ese aspecto el riesgo que veo es que haya una conmemoración reformista absolutamente vaciada de este espíritu. Es decir, que no se pregunte por las tareas que el espíritu de la Reforma impulsa. Sobre todo cuando hay un momento de retroceso tan evidente en todos los planos de la cultura pública argentina. Para honrar la reforma me parece que en primer lugar hay que estudiar, hay que estudiar mucho, hay que desempolvar los textos. Ahí hay un archivo intelectual que se repite de manera banal, pero que no ha tenido –salvo por historiadores especialistas– un estudio, una compenetración más extensa que de alguna manera ponga las bases para una perspectiva política de la universidad. Ese debiera ser el cometido en general de los estudiantes universitarios, pero también de aquellos que tratan de volver a la universidad objeto de pensamiento, desde su lugar como docentes o como investigadores.

L. C.: En estos cien años, ¿cuáles son los debates pendientes que hay en relación con la herencia de esta Reforma y las cuestiones irresueltas que los argentinos estamos llamados a pensar?

D. T.: La Reforma ha producido un sistema universitario casi único en el mundo, donde el ingreso es irrestricto y donde la gratuidad –parcial, porque los posgrados son arancelados– de los estudios de grado universitarios es muy importante. Aunque sancionada en 1949, la gratuidad era una reivindicación reformista. No sé si hay otro país en el mundo que brinde un acceso a los estudios universitarios tan abierto. Sin embargo, aunque esto sea un paso muy relevante, el ideario reformista se proponía crear las condiciones para un acceso real de las clases populares a la universidad. Digo que la gratuidad es un requisito necesario pero no suficiente porque se requiere un conjunto de condiciones sociales que reviertan el carácter de clase de la universidad, porque indudablemente sigue siendo una institución de clase. Pero las exclusiones que persisten no se deben a la Reforma, sino que persisten a pesar de su legado. La frase de Deodoro Roca según la cual no habrá Reforma universitaria hasta tanto no haya una reforma social, tiene que ver con esto. La Reforma universitaria real no es algo que la universidad pueda hacer desde sí misma, o solo lo puede hacer hasta cierto punto, puesto que requiere un conjunto de condiciones políticas orientadas a la totalidad del sistema educativo, que aproximen la universidad a los sectores populares. En ese sentido se han dado en los últimos años pasos importantes, pero tampoco es suficiente. Tal vez nunca vaya a ser suficiente. Hoy evidentemente estamos en un retroceso brutal. Se está volviendo a un esquema educativo en el cual la educación es mercantilizada, en el sentido de que es uniformada a otros aspectos de la vida social en los cuales la lógica de la mercancía es lo que prima. La resistencia a la mercantilización encuentra una inspiración potente en la herencia reformista. Porque la Reforma dota de significado a las resistencias cuando las situaciones son adversas para una educación popular, para una educación pública –como decía Sarmiento para una “educación común”. Y es en esa encrucijada que nos va a tocar este centenario de la reforma universitaria, que fue un hecho cultural y social, no solo -ni principalmente- pedagógico ni administrativo. El ideario reformista inscribía a la universidad en el contexto de una perspectiva internacionalista, latinoamericanista, socialista, anticlerical, pacifista, antifascista. Todas esas cosas están abiertas, irresueltas. La fraternidad continental, la paz, el internacionalismo, y la justicia social son cosas que la Reforma se propuso impulsar y que actualmente están abiertas.

L. C.: En relación con la filosofía, ¿Qué tareas le caben frente a la situación actual de las universidades y frente al debate reformista?

D. T.: La filosofía y las humanidades en general son hoy objeto de un desplazamiento, con un argumento falsamente desarrollista y economicista, según el cual las humanidades no serían “socialmente relevantes” –expresión con la que se quiere decir que no impactan en el mercado de trabajo. En los años ochenta el gobierno francés se propuso suprimir la filosofía de la currícula en las escuelas medias. Frente a esa circunstancia, Jacques Derrida fundó una institución que existe hasta hoy, el Collège International de Philosophie, y un movimiento internacional que impulsaba teórica y prácticamente lo que se dio en llamar “el derecho a la filosofía”. La filosofía como lugar común, como una actividad humana más allá o más acá de los profesionalismos. El mundo de las ideas por decir así, como algo a lo que todas las personas tenemos derecho; pues como decía Gramsci todos los seres humanos, cualquiera sea su nivel de instrucción, practican la filosofía (piensan, conciben ideas, se formulan preguntas…). En la medida que se preguntan cosas; en la medida en que opinan respecto de los rumbos a seguir, en la medida que se interrogan por el bien y por el mal, por el sentido de las cosas, todas las personas ejercen, de manera más o menos espontánea, la filosofía. En mi opinión hoy es un buen momento para lanzar una reflexión sobre “el derecho a las humanidades”. Se trata de un concepto común, todos somos humanos. El concepto más común es el de humanidad. El legado de las humanidades no impacta desde luego en el aparato productivo inmediatamente, como pueden hacerlo otras disciplinas; sin embargo, sin ellas, la sociedad, la democracia y en general la humanidad –valga la repetición– quedarían más empobrecidas y más escuálidas. No querríamos vivir en una sociedad donde las personas no hagan uso del acervo de ideas legadas por la filosofía, por las humanidades, porque sería una sociedad más necia, más bárbara y aún más violenta. Y en ese aspecto me parece que hay una labor de la filosofía en la construcción de una sociedad más democrática. Hay un contenido democrático de la filosofía y un contenido filosófico de la democracia, con independencia de la investigación específica o especializada –que por supuesto las instituciones públicas deben financiar y garantizar. Pero me parece en definitiva que una popularización de la filosofía consolida la forma de vida democrática, la vuelve más firme. El trabajo con las palabras que llamamos filosofía traza un horizonte laico de una humanidad en la que la vida sea posible. Hay un vínculo intimo entre filosofía y democracia que debemos explorar porque radicaliza la cultura democrática

L. C.: Para Paul Ricoeur la metáfora tiene un potencial heurístico que ofrece una re-descripción del mundo. En la Argentina del presente hay una metáfora –la “grieta”– que se ha instituido y que es un lugar donde se cruzan todos los discursos. ¿Qué hermenéutica propones para pensar la metáfora de la grieta? ¿Qué encubrimiento y descubrimientos oscilan en los usos de esta metáfora en la Argentina de hoy?

D. T.: Un autor que estimo mucho -Claude Lefort- afirma que toda sociedad está dividida, que la división forma parte de la estructura social y que la sutura de esa división social no solamente no es posible, sino que no es deseable. Lefort considera que esa aspiración de transparencia sin divisiones ni conflictos es el núcleo de la “ilusión totalitaria”. Se trata de uno de los grandes pensadores de los totalitarismos -junto con Hannah Arendt, posterior a ella-, en el siglo veinte. Y él de alguna manera lo descifra de otro modo que Arendt. Sostiene que el totalitarismo se basa en la ilusión de creer que una sociedad puede volverse transparente y sin conflicto. Yo comparto esta perspectiva. La aspiración no debería ser la de suprimir las divisiones sino hacer algo con ellas, politizarlas, manifestarlas institucionalmente. No tratar de ocultarlas, de soterrarlas, ni establecer un negacionismo de la división; la democracia empieza con la división y es una reflexión sobre ella que no la suprime. Para que no sea una división prepolítica y violenta, sino que se encuentre una institucionalidad propia que transforme el antagonismo en agonismo político, retorico, jurídico, cultural –últimamente se habla de la batalla cultural, a mí el léxico militar no me agrada mucho, pero es aproximadamente eso. Se trata de ser capaces de simbolizar esa grieta de manera política, de manera cultural, para que se manifieste de manera democrática. Y siempre, para que haya sociedad –que está naturalmente dividida– tiene que haber un suelo común, porque de otro modo no hay grieta sino que hay abismo. Y actualmente nos estamos adentrando en un abismo. Porque se están sustrayendo todos los lugares comunes, donde la grieta puede manifestarse democráticamente. Se han sustraído los lugares comunes donde el litigio democrático y la manifestación de la grieta son posibles. Cuando ello sucede no estamos en una sociedad dividida sino en una sociedad abismada, que retrocede a formas pre-políticas, antirrepublicanas, antiliberales y prefacistas en muchos casos. Ese riesgo que aparece inmediato requiere un giro urgente para recomponer la discusión política y mitigue el ejercicio de violencia institucional que embiste contra derechos y que arroja a miles de personas en situaciones de marginalidad y despojo.

 

Diego Tatián

Diego Tatián es Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y Doctor en Ciencias de la Cultura por la Scuola di Alti Studi Fondazione Collegio San Carlo di Modena, Modena, Italia. Es profesor adjunto en la Cátedra de Filosofía Política I, Escuela de Filosofía, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba. Es docente de posgrado en varias universidades argentinas y latinoamericanas. Ha sido director de la Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba y decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Ha publicado numerosos artículos y libros, especialmente en torno a la filosofía de Baruch Spinoza. Algunos de ellos son Desde la línea. Dimensión política en Heidegger (1997), La cautela del salvaje. Pasiones y política en Spinoza (2001), La conjura de los justos. Borges y la ciudad de los hombres (2010), Spinoza. Filosofía terrena (2014), entre otros.