Los cielos de Córdoba o el sillón del padre. Lo simbólico en la novela de Federico Falco

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Por Lucas Cosci
Doctor en filosofía. Editor Revista Trazos. Docente-investigador UCSE/UNSE – lucosci@yahoo.com.ar

Federico Falco es conocido sobre todo por sus libros de cuentos.  Los más emblemáticos acaso sean 222 patitos y otros cuentos, en dos ediciones separadas por una década (2004/2014), tan distintas entre sí que quizás estemos autorizados a hablar de dos libros diferentes. También  La hora de los monos. Pero entre sus libros está además una nouvelle: Cielos de Córdoba.

Alguna vez dije que los cuentos de Falco eran “Transparentes” e “implacables”. Transparentes, porque es una prosa limpia, que lleva de la mano al lector, sin mayores sobresaltos, por un sendero llano y luminoso.  Una prosa pulida, austera, libre de hermetismos y ornamentos.

Implacables, porque son contundentes para sacar a la luz aquellos oscuros pliegues de lo cotidiano, la amenaza de lo espurio, de lo hostil, de la incertidumbre ante al retablo de un mundo poblado de inestabilidades.

Un capítulo aparte merecen sus títulos.  222 patitos (su primer libro editado, pero su segundo escrito) y 00 (primero en orden de escritura, pero segundo en edición), apelan al enigma de la repetición de dígitos  – ¿sugerencia cabalística?-  quizás como un modo de disparar las expectativas del lector o para propiciar un clima que profane toda solemnidad.  No menos desconcertante, no menos propiciatorio,  La hora de los monos suscita una mezcla de humor y fantasía, y la evocación simbólica del mundo animal, que ya estaba presente en 222.

Pero no es de sus cuentos que vamos hablar aquí. Queremos acercarnos a su novela Cielos de Córdoba,  título menos provocador, acaso de otras insinuaciones; con la resonancia poética que surge de la combinación entre los “cielos” en plural, con su adscripción provinciana.  Su fuerza está en ese incruste. Córdoba tiene “cielos”, multiformes y variados, que se ciernen sobre nuestras existencias.

Estamos hablando de una prosa de otro tono, en esta novela. Hay una solapada tristeza, atravesada por la indiferencia y la monotonía que impone el orden de lo cotidiano. No se perciben en la misma intensidad los destellos de humor que iluminan sus cuentos. Es un relato en tonos de grises, con apenas algunas pinceladas de pálidos colores que rompen de vez en cuando la monocromía.

La historia narrada es de una aparente simpleza, que va a revelar de un modo progresivo su velada complejidad. Tino es un chico de trece años. Tiene a su madre internada en el hospital, por un mal irreversible. Vive con su padre, sumido en la soledad y la pobreza, quien ha montado en su casa un museo de ovnis. Hombre de ensombrecida presencia, pasa sus noches hasta altas horas avistando el cielo desde un sillón. Vive un universo ajeno, de aristas delirantes, casi sin comunicación con el hijo.  Existencias paralelas que solo se tocan en fugaces momentos cotidianos. El sillón está adaptado para el paso interminable de las horas en guardia. Por ejemplo, lleva una radio a pilas atada con cintas en el apoyabrazos. Con esto, no hace falta decir más nada. Desde esa situación de una virtual orfandad, Tino deberá hacer frente a las incertidumbres de la vida adolescente, las angustias, sus primeras experiencias genitales, su soledad, su desamparo.  

En esta novela Falco ha construido un símbolo de una complejas superposiciones de sentido. El hecho de aludir a “cielos” plurales, nos habla de una multivocidad de significados que interpelan al lector.  Los cielos son un lugar numinoso de revelaciones, que piden interpretación.

Si apelamos a la hermenéutica de Ricoeur, un símbolo es una estructura de significación múltiple que reclama interpretación (2008). Nos proponemos desimplicar esa estructura y desmontar posibles niveles de significación.

En este sentido, podemos distinguir una superposición de planos, en la que coexisten múltiples líneas interpretativas.

En un primer sentido los cielos se presentan como metáfora escatológica. El padre pasa las noches mirando esas alturas inalcanzables. ¿Qué espera? ¿De qué aconteceres puede ser escenario para que justifique las dilatadas horas de observación? Sabe que ahí hay un sentido que pone en juego la totalidad. Espera ver “algo” -¿una mancha?, ¿una nave luminosa?- que signifique la justificación una vida de pobreza y medianía. El cielo es un “más allá” no definido, el otro lado, el reverso del orden de cosas que rodean una vida llana y gris. Los cielos conjugan una rara “esperanza”. Porque “prometen” salvación, si no material, cuando menos simbólico-existencial. El padre de Tino es un hombre que cree obstinadamente en esa promesa. ¿Qué promesa campea entre los cielos cordobeses? Los cielos prometen “avistajes”, que pueden generar “efectos” en el orden de lo cotidiano. Son un medio de vida y una promesa de sentido, al mismo tiempo.  

También es posible pensar a los cielos como el emplazamiento de lo absoluto, el orden de lo sagrado.  El único avistaje real que acontece en la novela es el de Tino, cuando por única vez se sienta en el sillón del padre, en circunstancias en que su madre ya había muerto.  Nada es fortuito. La madre muerta ha entrado en el orden de lo sagrado y ha sido “vista” en los cielos: ¿”Asunción de la virgen”? Algo parecido, pero en el orden de lo simbólico. Una vez muerta, la mamá de Tino se inviste de luminosidades sagradas en la santidad de su cuerpo, ahora libre del lastre de su enfermedad. Está señalando un camino, el camino hacia la “verdadera casa” que está en lo alto, en lugar de aquella en que se emplaza el museo y que están a punto de dejar.  Aquí los cielos estarían ligados a la pureza inmarcesible de la madre, Virgen por defecto y por efecto.  Efecto de la fragilidad del humano ser en el mundo.  

El orden de lo absoluto es el orden de lo eterno e incorruptible, los cielos del Fedro platónico. Frente a la corrupción y gravitación de los cuerpos, los cielos están ahí, testigos eternos de la fragilidad humana: El cuerpo de la madre enferma, que irreversible y silenciosamente se desmorona. El cuerpo de Tino que erupciona de incontenible pulsión puberal y el cuerpo de Omar –su amigo- que al no encontrarse a sí mismo en sus prácticas onanistas, necesita la ayuda de un cuerpo avezado.  En este concierto de fragilidades, hace su aparición también el cuerpo endeble de una niña internada en el mismo hospital adonde está su madre y que Tino no solo visita furtivamente, sino además se desborda en un contacto genital. En ese juego de contrastes, los cuerpos son visibilizados en su ser deleznables, corruptibles, expuestos a la degradación del tiempo.  Cielos eternos frente a cuerpos efímeros.

En otro plano, los cielos representan un lugar de “evasión”. El camino de escape de la tiranía de una suerte mezquina. El “mundo ovni” traslada al padre a un lugar al que no llegan las desdichas cotidianas, ni las incertidumbres que le rodean, ni la angustia por la salud de su mujer. Un espacio en el que se siente seguro, un pionero como Xicflon  Bethas o  Biscayo Tupo, cuyas épicas se despliegan en una estatua y un busto en el museo. El padre se sumerge en la profundidad de ese universo clauso,  porque es el modo de sobrellevar una existencia incierta, con una esposa a punto de morir, un hijo del que no se hace cargo (es todo al revés: el hijo se hace cargo del padre, de su alimentación y de su cuidado) y sin dinero.

Los cielos son también el lugar de lo impredecible. El padre, cuyo oficio es la observación “profesional”, no llega a registrar novedades. Sus contemplaciones son largas e inútiles esperas en las que nunca pasa nada. Sin embargo, Tino, que demuestra desinterés hacia las experiencias del padre, la única vez que accidentalmente se sienta en el sillón, alcanza el avistaje de un cuerpo, que bien puede ser –como se ha dicho- la madre. La impredecibilidad se desglosa entre el fracaso del observador profesional y el acierto del observador fortuito.

Pero hay otros planos de exploración. Los cielos como lo Otro, lo extraño y opuesto al mundo. Lo inalcanzable. Un orden  diferente y superior.  Cuando le anuncian al padre de un posible avistaje, llega tarde y fracasa. La promesa de los cielos es inaccesible, para él. Sus visibilidades solo son factibles en la opacidad de las fotografías, nunca ante los ojos.

Además de lo dicho, hay una dirección que nos lleva hacia el lugar del padre, el lugar de la ley.  El lugar del padre es un sillón. “Desde tu sillón gobernabas el mundo”, dice Kafka en la carta al padre. En este caso se trata de un sitio inmóvil, un sillón dispuesto para mirar el cielo, para la inacción. Allí vive y desde allí construye un vínculo precario con el hijo.  Sobre el final es el hijo el que se sienta, el sillón del padre ha pasado a ser el sillón de Tino y el sí que puede ver la luz (de los cielos y de sí mismo, al fin). Esta ocupación viene a representar el acto parricida  que destituye al padre, pero recién cuando su madre los ha abandonado para siempre.

Seguro que hay más. Simbólica de los cielos, densidad de sentido  estratificado en sedimentos diversos y permeables. En ellos podemos reconocer una diversidad de lecturas posibles, coexistentes o paralelas. 

Por último, para cerrar, cabría decir que no solo se trata de cielos cordobeses. Traspasan esa limitada adscripción. Están encima nuestro. Se extienden a lo largo y a los ancho de este vasto planeta, de norte a sur, del pasado al futuro, de la memoria a la promesa. Son cielos del mundo, humanas experiencias de todos los tiempos y latitudes, aquellos paraísos perdidos que, desde lo alto, atraen nuestra vista en busca de un sentido siempre postergado.


Bibliografía

Falco, Federico (2014).  222 patitos y otros cuentos, Buenos Aires: Eterna Cadencia

Falco, Federico, (2013). Cielos de Córdoba, Córdoba: Nudista

Ricoeur Paul. (2008). El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hermenéutica. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.