Por Alberto Perea y Luis Ibáñez |
Investigadores en los departamentos de Historia y de Filosofía de la UNCA |
“Están ahí, tan solitos los compañeros” Eran las últimas horas del 10 de agosto de 1974. En un callejón ubicado en las cercanías de Piedra Blanca, a pocos kilómetros de San Fernando del Valle de Catamarca, unos cuarenta guerrilleros, pertenecientes a la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez del PRT-ERP, se estaban cambiando cuando fueron sorprendidos por dos móviles policiales. Luego de los primeros gritos de advertencia y a pesar de tener mejores armas, los guerrilleros creyeron estar rodeados por fuerzas muy superiores del ejército y huyeron precipitadamente del colectivo con chapa tucumana. El PRT-ERP dejó en el vehículo con las ventanas rotas por los disparos los cuerpos de dos guerrilleros muertos. El objetivo del grupo guerrillero era lograr el copamiento del Regimiento de Infantería Aerotransportada 17 de Catamarca (en adelante RIAT 17). Prácticamente a la misma hora, combatientes del ERP entraban exitosamente a la Fábrica Militar de Villa María en la provincia de Córdoba y sustraían de sus depósitos una gran cantidad de armamento. Pero en el R17, al haber perdido el factor sorpresa, el mando del ERP ordenó la retirada de sus efectivos hacía sus campamentos de la selva tucumana. El grupo principal emprendió el repliegue, con el núcleo central de la Compañía de Monte y todo su Estado Mayor a bordo de los patrulleros policiales capturados. En la fuga se toparon con una pinza policial que lograron dominar sin que se produjera refriega alguna. Gracias a su demostrada pericia y capacidad de mando el Capitán Santiago (Hugo Alfredo Irurzún) pudo llegar, al frente de doce combatientes, al campamento base en pleno monte tucumano. En Catamarca quedaron aislados, en diversos grupos, veintisiete combatientes que desconocían prácticamente la zona pues ninguno de ellos era catamarqueño. Dieciséis de ellos vagaron en círculos, prácticamente perdidos en los cerros bajos del departamento Fray Mamerto Esquiú, durante la fría noche del 11 al 12 de agosto. El responsable de este grupo hambriento y mal armado era el Negrito Fernández, un muy respetado y querido dirigente del PRT-ERP que se había destacado en la organización de los obreros cañeros de Tucumán, pero que contaba con escasa experiencia en combate. La desorientación de los guerrilleros sobrevivientes fue tal, que acamparon no muy lejos de la zona del primer enfrentamiento, en un paraje conocido como Cañadón de los Walther, muy cerca de la Capilla del Rosario en el Departamento Fray Mamerto Esquiú. Dos miembros del grupo fueron hacia la localidad de Piedra Blanca para intentar comprar alimentos y observar los movimientos de las fuerzas represivas, sin embargo, fueron denunciados por los propios pobladores. A décadas de estos hechos, llama la atención el candor -o la desesperación- de los guerrilleros que se dirigieron al pueblo en busca de comida, cuando eran fácilmente identificables por su condición de “afueranos”, en una Catamarca en la que los forasteros eran objeto de atención inmediata. Hacia las 08:50 hs. del lunes 12 de agosto esos dos militantes fueron detenidos en un almacén y panadería de Piedra Blanca y, como corolario, la policía conocía ya con precisión el lugar adonde estaban los últimos insurgentes cercados. Minutos más tarde la policía envió una comisión para intentar capturarlos. Al verlos aproximarse, los guerrilleros de guardia en el precario campamento abrieron fuego. La balacera duró unos instantes; en ella fue abatido el agente de Policía Ramón Acevedo. A partir de ese momento, mientras esperaban la llegada de un escuadrón del ejército, la policía provincial montó un cerco sobre la posición de los guerrilleros replegados en una hondonada entre los cerros. A su llegada al lugar el Capitán Carlos Eduardo del Valle Carrizo Salvadores se hizo cargo de la situación cuidando de que el perímetro solo fuera franqueado por efectivos del ejército e impidió que periodistas y civiles se acercaran a la zona del operativo. Los únicos testigos posibles de lo que estaba por ocurrir serían los propios militares. Luego de combatir durante unas horas catorce guerrilleros intentaron pactar su rendición pero el ejército fusiló a todos los integrantes de la columna. Sin embargo, se informó que los “subversivos” habían muerto enfrentando al ejército y negándose a la rendición. Al exterminar al adversario vencido (en el marco de un gobierno constitucional) e intentar ocultar las huellas de su culpabilidad (en espera de la impunidad) las Fuerzas Armadas dieron otro paso en la constitución del Estado Genocida. El golpe del 24 de marzo de 1976 estaba a menos de dos años de distancia, pero sus venas se alimentaban con la sangre vertida en Catamarca y en otros sucesos (por ejemplo, la masacre de Trelew en agosto de 1972). Repercusiones, consternación y olvidos En el ámbito local los sucesos produjeron consternación. Hasta ese momento, era improbable para muchos que en Catamarca se produjera una acción guerrillera. Si bien la violencia ligada a la confrontación política no era novedad, muy pocos preveían un operativo de esa magnitud en la provincia. En los días inmediatamente posteriores a la masacre, el ejército y la policía realizaron en el Valle Central una serie de allanamientos y detenciones con el objetivo de descubrir a los apoyos locales de la guerrilla. En la prensa catamarqueña se consideraba inconcebible que el PRT-ERP llevara a cabo este plan sin contar con información procedente de colaboradores en el interior del Regimiento y en la propia provincia. Por lo tanto, la presencia de “infiltrados” de la guerrilla en el Regimiento fue una de las hipótesis con las que el ejército hizo contrainteligencia desde el mismo día 11 de agosto. De acuerdo a sus propias palabras, publicadas en un libro de su autoría, el Capitán Héctor Pedro Vergez declaró que luego de una “investigación minuciosa y, no puedo negarlo, también afortunada” logró individualizar a un cabo y a tres conscriptos subversivos entre la tropa del R17. El ejército no tenía intención de entregar a los traidores a la justicia. El cabo Eduardo Barrionuevo, un soldado profesional procedente de Santiago del Estero, murió el mismo día 12 de agosto, supuestamente al manipular una granada en las serranías de Capilla del Rosario. En la instrucción de la causa, un policía que resultó herido por la explosión recordó confusamente que Barrionuevo se había sentado a descansar en una piedra y que en ese momento se produjo el estallido. Quienes eran sus subordinados en el R17 se sorprendieron con la muerte de Barrionuevo pues este se había preocupado por demostrar repetidamente, en la etapa de instrucción, la importancia del manejo cuidadoso de las armas. La baja de Barrionuevo fue la única que sufrió el ejército argentino. Sugestivamente esta muerte nunca fue asumida como pérdida propia y heroica por las FFAA. En las frecuentes alusiones realizadas en años posteriores al valor demostrados por los integrantes del R17 en los enfrentamientos de Capilla del Rosario jamás se resaltó el ejemplo de Barrionuevo. Lejos de ser póstumamente un símbolo, Barrionuevo se esfumó virtualmente en el seno de las narraciones del ejército y su nombre no encontró lugar en el panteón heroico de los muertos en la lucha contra la subversión que subsisten, todavía hoy, en distintas páginas de Internet. En las décadas posteriores a los sucesos de Capilla del Rosario, Barrionuevo siguió ausente. Una falta que no producía inquietud ni despertaba preguntas tanto en quienes se ocuparon de homenajear al agente (ascendido a cabo post mortem) Ramón Acevedo como en los que, en fechas más recientes, recuperaron la memoria de los guerrilleros masacrados en el Cañadón de los Walther. Allí, entre cerros, separados por unos cientos de metros coexisten todavía dos monolitos: el de la policía de la provincia en recuerdo de Acevedo y el de las organizaciones de derechos humanos y ex integrantes del PRT-ERP en conmemoración de sus caídos. Pero de Barrionuevo nada, ni una piedra siquiera en su memoria… arada y sembrada con sal, como si su espectro habitara en las ruinas de Cartago. Los asesinatos en Capilla del Rosario lejos estuvieron de ser el producto de un desborde de ira vehiculizada por el deseo de revancha. Sistemáticamente el ejército se preocupó por reprimir y borrar, al mismo tiempo, las huellas de su responsabilidad en la masacre. Los responsables de Inteligencia Militar destacados en Catamarca centraron su atención sobre los conscriptos de otras provincias que cursaban estudios universitarios. Al conscripto tucumano Raúl Antonio Aybar lo secuestraron en las propias instalaciones del R17 y, según su testimonio, fue llevado a un lugar cercano al Dique Las Pirquitas. Allí lo torturaron salvajemente para que confesara su pertenencia al PRT- ERP. Quienes intentaron quebrarlo psicológica y físicamente eran hombres del Área 311 (Córdoba) que actuaban coordinadamente con integrantes del Área 321 (Tucumán) para develar la magnitud de la infiltración del PRT-ERP en Catamarca. Al conscripto Aybar lo licenciaron hasta su baja en el mes de enero de 1975 y desde esa fecha (según sus propias declaraciones) rompió los vínculos con la organización guerrillera pero en 1977 es nuevamente detenido y trasladado al Campo de Concentración y Exterminio La Perla en Córdoba para que, entre otras cosas, entablara relación con Osvaldo De Benedetti, quien había sido su responsable político en el momento del intento de copamiento del RIAT 17. De Benedetti fue asesinado luego en un supuesto intento de fuga y Aybar sería liberado recién en tiempos de democracia. Dos santiagueños asesinados Ocho meses después de la masacre, el 28 de abril de 1975, apareció flotando en el espejo de agua del Dique Las Pirquitas el cuerpo de un joven trigueño, amordazado y con un riel atado a cadenas. Las primeras elucubraciones periodísticas giraron alrededor de la posibilidad de que un grupo “no identificado” se había trasladado desde una provincia vecina al Dique Las Pirquitas, para lanzar a sus aguas al joven todavía vivo. Debido a la brutalidad de las lesiones y a la ausencia de documentos de identidad entre las ropas del muerto, se deslizó tímidamente que quizás había sido “secuestrado”. Para la prensa era un “crimen, por sus características, sin precedencias en la provincia” y se esperaba con ansias los resultados de las pericias con sus huellas digitales. A los pocos días, con aparente orgullo, la policía catamarqueña informó que el joven asesinado era Jorge Omar Ormaechea, un estudiante de psicología santiagueño con residencia en la provincia de Tucumán. Ormaechea había nacido en 1953 y era hijo de Ignacio Alfredo Francisco Ormaechea y de Blanca Luisa Corvalán. Su último domicilio conocido era el de Avenida Moreno 652 en Santiago del Estero. La información era precisa, contundente hasta en aportar el número de la cédula de identidad (385.916), pero se omitía lo único que importaba ocultar, pues dotaría de un sentido inequívoco a la aparición de su cadáver: Ormaechea ingresó al R17 el 8 de marzo de 1974 para cumplir con el servicio militar obligatorio y no había sido dado de baja. Con la confirmación de la identidad, “un crimen tan horrendo” desapareció inmediatamente de las páginas de los diarios locales y tampoco existieron voces que en ámbitos públicos denunciaran a los responsables de su asesinato. La enorme magnitud de la represión, cuando no la complicidad, hacía ya virtualmente imposible la publicación de las denuncias de las organizaciones de izquierda peronista y marxista en los medios masivos de comunicación. El 22 de septiembre de 1975 en el paraje El Durazno, a la altura del Km 1389 de la ruta que une Catamarca con Tucumán, los lugareños alertaron a la policía sobre la presencia de un cadáver acribillado a balazos. El muerto era un hombre joven. Los diarios locales informaron que la jefatura de policía de la provincia destaco de inmediato una comisión para que se hicieran las pericias en el terreno y se intentara avanzar en la identificación del cadáver. La tarea fue infructuosa. Era un muerto más, posiblemente plantado en Catamarca por sus asesinos provenientes de Tucumán. En el marco del Juicio por la Masacre de Capilla del Rosario en 2013, el testigo de los fusilamientos Fernando Gambarella le puso apellido al cadáver NN: era el santiagueño Veliz, compañero de promoción en el R17 de Catamarca. Los asesinatos de Barrionuevo, Ormaechea y Veliz, junto a los suplicios sufridos por Aybar, demuestran que los hechos de Capilla del Rosario demarcaron una nueva fase en la constitución del dispositivo represor-desaparecedor que funcionaría plenamente, libre ya de toda atadura institucional, a partir del 24 de marzo de 1976. A la decisión de no tomar más prisioneros en el campo de batalla, se sumó la orden de detección y exterminio de los infiltrados en el seno del R17 de Catamarca. Estos jóvenes asesinados fueron “los peores traidores a la Patria” para la mentalidad militar y por lo tanto no merecían siquiera ser mencionados. Por su parte, el PRT-ERP no pudo en esos años reivindicar públicamente a estos militantes sin poner en riesgo la seguridad de otros compañeros que actuaban “adentro del ejército enemigo”. La desarticulación de las organizaciones revolucionarias, junto al devastador carácter de las pérdidas humanas y la dificultad de los sobrevivientes para volver a entramar sus destinos y memorias, dificulta inevitablemente la reconstrucción del accionar represor-desaparecedor. En los márgenes del escenario nacional se produjo una masacre; en los márgenes posibles de ser nombrados pervivió la continuidad de esa masacre; en los márgenes que aún restan por conocer los asesinos se siguen ocultando y los espectros esperan ser, finalmente, nombrados y escuchados. |