La primera vez que se escuchó el quejido metálico de las cacerolas, arrebatadas de las cocinas a las calles, fue en Chile en 1971. Las blandían damas de una agrupación llamada Poder Femenino, quienes protestaban contra el gobierno socialista de Salvador Allende, con el apoyo del movimiento nacionalista Patria y Libertad y del Partido Nacional. Aquellas movilizaciones, que se conocieron como las marchas de las cacerolas vacías, se repitieron desde entonces, y con diferentes consignas, en varios países de América y Europa.
Es fundamental revisar la historia para poder pensar qué significan los cacerolazos que se escuchan en este 2012. Las manifestaciones de 2001 son las más recordadas, pero no fue ahí que sonaron las primeras cacerolas argentinas. En septiembre de 1996, los dirigentes del Frepaso y la UCR habían encabezado un multitudinario cacerolazo y apagón en pleno centro porteño, en contra de las medidas económicas del menemismo. Probablemente aquellas cacerolas no son tan recordadas como las de 2001, porque éstas últimas tuvieron resultados más drásticos y visibles: sonaron lo suficientemente fuerte para hacer volar a un presidente por los aires. Aquella manifestación de principios de este siglo, sobre todo por sus efectos, fue vista en todo el mundo e imitada en diferentes contextos de crisis alrededor del globo. En Uruguay se hicieron cacerolazos protestando contra el ajuste fiscal del gobierno de Battle en 2002, y en España se hizo lo propio contra Aznar tras los atentados del 11M. La lista de ejemplos es larga, pero lo que aquí me interesa no es hacer un recuento de estos episodios, sino contestar a la pregunta que es importante para la situación política argentina ahora mismo: ¿qué significan los cacerolazos hoy?
El (peligroso) juego de las semejanzas
Una de las consignas que circuló con mayor fuerza en las calles argentinas en 2001 fue “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. El lema expresaba la circunstancial alianza interclase entre los sectores populares y medios, que eran los que habían sufrido los mayores impactos de la administración De la Rúa. Es esa clase media la que parece dar impulso, fuerza y número a los reclamos de los sectores populares, como en aquel 2001, o a los de los sectores más altos, que son los que aparecen protestando en 2012 en las calles de todo el país.
Para bien y para mal, siempre es la clase media la que siente en carne propia y con mayor fuerza los cambios en la política. Las capas bajas pueden ser un poco más o menos pobres, y las capas altas pueden enriquecerse con mayor o menor facilidad, pero la clase media es más inestable: es la que, según las directrices de la política económica, se puede terminar empobreciendo o bien aproximándose a cierto nivel de vida más cercano al de las capas altas. ¿Puede ser parte de esa misma clase media empobrecida que en 2001 salió a las calles cacerola en mano la misma que sale hoy a reclamar porque desde su lugar ve coartada ciertas libertades de consumo, ciertas prácticas de la vida democrática? ¿Puede ser parte de aquella misma clase media que se había visto arrastrada a la par de los sectores populares y piqueteros, la misma que hoy hace causa común con los sectores de mayor poder adquisitivo reclamando libertad? Tal vez sería arriesgado dar una sentencia de ese calibre tan cerca de los hechos. Lo que sí puede hacerse es una distinción analítica a priori, entre los sujetos, las demandas, y el modo de protesta. Ya vemos que, si bien en ciertos medios de comunicación se agrupen livianamente la expresión de intereses sectoriales como si fueran de totalidades como LA gente, o EL pueblo, no es fácil hacer un perfil claro de los sujetos que participan o que comparten estas demandas. Lo importante – y lo peligroso – está en la distinción entre el modo de protesta y las demandas. Los manifestantes aparecen reclamando mayor flexibilidad para la compra de dólares, para el manejo de los fondos en el exterior, rechazando una posible reforma constitucional y denunciando la supuesta dictadura y atentados a la libertad de expresión por parte del gobierno kirchnerista (denuncia esta última que – hay que decirlo – realizada en una manifestación callejera tan masiva y visible, es un oxímoron). Infinidad de líneas se han escrito en las últimas horas sobre los sentidos de la protesta y sobre lo que se demanda. Pero más allá de lo difusas y divergentes que puedan ser las consignas, lo que es visible es la incomodidad de cierto sector de la sociedad con un gobierno que propone una relativa reestructuración económica y social que tiene como eje la presencia y la intervención fuerte del Estado.
Ahora bien, en nuestra ya no tan joven democracia es celebrable que los distintos sectores sociales y políticos puedan tomar la calle y expresarse de distintas formas y por diversos medios. Eso es muestra de la libertad de expresión y de la libertad política a la que debemos aspirar. Lo que constituye un problema al que se le debe prestar atención no es el hecho de la protesta en sí misma, si no el uso que hacen de las mismas ciertos sectores de poder en función de sus propios intereses sectoriales.
La protesta social puede adquirir múltiples formas: un piquete, una marcha, un corte de ruta, una sentada, una toma, o, como en este caso, un cacerolazo. Ocurre que la carga de sentido que tienen este tipo de protestas por nuestra historia reciente, estos hechos – y sobre todo la forma en que se ha informado sobre ellos – se asocian directamente con los 2001: con su contexto – de debacle social, de rechazo masivo a la clase política – y con sus efectos – la destitución del gobierno de turno.
El hecho de que los grandes diarios como Clarín o La Nación dediquen tapas con fotos a cuatro o cinco columnas con imágenes del cacerolazo multitudinario remite inevitablemente a un escenario de crisis y levantamiento social que se encuentra en el imaginario colectivo argentino, que bajo ninguna circunstancia tiene algo que ver con el escenario actual. El reclamo de estas horas es la expresión de una parcialidad de la sociedad que rechaza las políticas de un gobierno de relativa impronta estatista, mientras que en el escenario de 2001 había desempleo masivo, hambre, saqueos y represión.
Esa manera de informar no es producto de la casualidad, ni tampoco un inocente reflejo de la realidad, si es que tal cosa es posible de conseguir. Si las calles son por excelencia el espacio público donde se juega lo político, los medios de comunicación no son una continuación de ese escenario donde las disputas se hacen visibles, si no que son – antes que nada – actores políticos inmersos en esas disputas. A los grandes medios, apurados por una Ley de Servicios Audiovisuales a la que deben adecuarse hasta el 7 de diciembre próximo, les viene como anillo al dedo la generación de un clima de crisis e inestabilidad, y a los manifestantes los ensancha verse a cuatro o cinco columnas, sentirse que son El pueblo y que su voz es fuerte y se escucha. En la representación de esa escena sobre el cacerolazo, los empresarios mediáticos y los manifestantes gozan sintiendo que tienen la razón y la fuerza. La escenificación de estos reclamos nos obliga a repensar el sentido de los cacerolazos, de los actuales y de los pasados.
Las estrategias de los gobiernos
No se puede eludir, párrafo aparte, la cuestión de la estrategia de los gobiernos para tratar este tema. El 13 de septiembre la televisión pública no se refirió a los hechos mientras tenían lugar, y lo mismo ocurrió con los demás medios encolumnados con el gobierno. Si el gobierno nacional no quiere repetir los vicios de los medios hegemónicos que invisibilizan los conflictos y problemas que no les conviene mostrar, es imperioso que cubran y discutan estos episodios. En Santiago, en tanto, el silenciamiento de la protesta no fue en los medios, si no en la misma calle. No faltó quien observó que, tal como solía ocurrir durante las protestas contra el juarismo, las luces de la plaza Libertad se cortaron durante el horario de las protestas en el resto del país.
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