Por Graciela Muhn |
Docente UCSE / Ex decana de la Facultad de Ciencias de la Educación – graciela.muhn@hotmail.com |
Trataré ahora de decir algo sobre un interrogante que circula en las mentes de todos los educadores responsables y que configura un apartado ineludible en toda la elaboración de un diseño curricular, el “para qué enseñar” Se podría afirmar que la función de la escuela, como institución educativa por excelencia, debiera orientar la enseñanza hacia objetivos que se enmarquen e el rescate de las personas en los dos aspectos que indudablemente las constituyen: como ser individual y como ser social En el primer caso, como ser individual, podríamos decir que cada sujeto tiene sus propios estados mentales que conforman su propia identidad, su propia personalidad y derivan en su propia vida. El segundo caso, como ser social, construye un sistema de ideas, sentimientos y hábitos que no le son absolutamente propios sino que devienen de un grupo de pertenencia del que forma parte y que, por un lado lo asimila y por otro lo distingue de otros sujetos de la comunidad. La religión, la moral, las tradiciones, las profesiones, etc., nos acercan o nos alejan de determinados grupos. Esto es absolutamente natural y, hasta me atrevería a decir que es bueno para la sociedad. La homogeneidad nunca logró sociedades desafiantes ni en crecimiento real. Sin embargo, la diferenciación no debe confundirse con la discriminación. Y creo que aquí tocamos otro gran aspecto a reflexionar: cómo influye la elección del qué enseñar en la formación de personas individuales con sus proyectos personales, pero socialmente responsables como ciudadanos en su provincia, su país y el mundo todo. Como ya decía Rousseau, las necesidades vitales se podían cubrir tan sólo con las impresiones, la experiencia y el instinto. Pero por lo social, el hombre empieza a buscar la ciencia y la moral. Dos grandes parámetros que la sociedad espera y exige de él. Entonces debe construirse y constituirse como ser único en sus potencialidades y aptitudes, pero sabiendo que ese ser único forma parte de una sociedad que le impone leyes, le marca caminos, le sugiere reglas de comportamiento y le exige de su pensamiento y de su capacidad en su carácter de ciudadano responsable. Es la sociedad la que hace salir al hombre e su egocentrismo, la que le obliga a tener en cuenta otros intereses distintos, la que enseña a dominar ciertas pasiones e instintos, sujetándolos bajo una ley con ciertas normas y la que nos orienta a subordinar los objetivos personales a finalidades más elevadas. Y es desde este espacio, el social, que los hombres construyen la ciencia, porque esta es una obra colectiva ya que supone la colaboración de todos los hombres de todas las épocas sucesivas de la historia. Por eso se dice que la ciencia ha sido la heredera de la religión, porque ambas son instituciones sociales que marcan caminos a seguir para mantener el equilibrio de la convivencia social. Ahora bien, para que el hombre pueda construir ciencia necesita de ciertos aprendizajes que trasciendan la esfera de lo familiar. Necesita de una educación formal que rescate aquellas cuestiones sin las cuales la inteligencia no sería capaz de crear y/o recrear permanentemente las estrategias adecuadas para hacer de la sociedad un lugar cada vez mejor. Creo que este es el eje de para qué enseñar. Nada sencillo por cierto, porque esta premisa presupone a las dos anteriores el qué y el cómo enseñar, que se ven ampliamente comprometidos con el para qué. Hay muchos libros escritos con el interrogante de para qué sirven las escuelas. Algunos autores la desestiman argumentando que son sólo lugares de reproducción social que tratan de inculcar modelos de conocimiento que permitan perpetuar la dominación de la clase burguesa. Otros, en cambio, consideran que la escuela es la institución por excelencia para sostener la cultura y generar conocimientos, habilidades y destrezas imprescindibles para el desenvolverse en el mundo. Si uno trata de reflexionar por un momento el tema, creo que no quedan dudas sobre el valor de la institución escolar. Se pueden, y de hecho ocurre, aprender muchas cosas fuera de ella. La familia, la iglesia, los clubes, otras instituciones, los amigos, la vulgarmente llamada “calle”, enseña muchas cosas para la vida. Pero la escuela, como lugar creado especialmente para aprender, rescata su privilegio, o debería hacerlo, porque transmite de generación en generación contenidos científicos y valores morales que constituyen la base de la formación de personas capaces de vivir en sociedad. Me permito un ejemplo sencillo: todos los padres tratan de educar a sus hijos de la mejor manera posible. Para ello saben que es fundamental el diálogo. Muchos lo ejercitan poniendo en práctica la comunicación en espacios familiares clásicos como la sobremesa, o algún otro espacio que según e ritual permita a la familia estar junta. Sin embargo, estos momentos especiales de comunicación no se utilizan para comentar como “San Martín cruzó los Andes” ni para recordar cuando Belgrano “creó la bandera”. Tampoco para ver quién sabe mejor las tablas de multiplicar o si antes de “v” se escribe con “n”. Estos espacios generalmente son para contar las cosas que nos pasaron e el día y estrechar los vínculos afectivos respaldando a quien lo necesite. Y así debe ser… porque para lo otro está la escuela. Pretender una educación sin escuela, es como pretender salud sin hospitales. Los educadores no podemos permitirnos dudar de la conveniencia de esta institución. Lo que sí debemos tener en claro es para qué existe, es decir encontrar las respuestas adecuadas a los interrogantes que pueden generar dudas sobre su sentido. Mucho se discute acerca de la importancia de “llenar” de datos a los alumnos. Lo mítico, en relación con la “memoria”, se ha convertido en un fuerte argumento de que la escuela enseña “un montón de cosas que no tiene sentido aprender”. ¿Qué importa los que pasó con San Martín y Belgrano si eso pasó hace casi dos siglos? ¿Para qué aprender a calcular si las máquinas más simples pueden hacer la operación por vos? ¿De qué sirven los purismos de la lengua en un mundo que cotidianamente va construyendo nuevos lenguajes impulsados por la tecnología? Esto se escucha cotidiana y lamentablemente a diario en la opinión de padres y alumnos. Y sobre todo estas opiniones son más fuertes cuando no se aprueba una materia. Entonces, hasta se la enriquece con otras consideraciones como “para lo que le va a servir” o “¿para qué les sirve eso, hoy?” Si los adultos pudiéramos advertir el daño que hacemos cuando nos situamos en el facilismo… porque…, es cierto que San Martín y Belgrano son de siglos pasados. Pero… ¿qué país sin historia puede tener identidad? Y sin identidad ¿Cómo puede pretender formar a un ciudadano, con todo lo que la palabra implica? ¿O no es acaso la historia familiar un condicionante importante en la construcción de nuestra vida personal? También es cierto que cualquier maquinita de calcular realiza las operaciones matemáticas y en pocos segundos sin ningún esfuerzo tenemos los resultados deseados. Ahora bien… ¿no pensamos que esas máquinas de calcular las inventó un hombre al que seguramente le enseñaron a realizar estas operaciones? ¿Quién se encargaría de “inventar” si los procesos de pensamiento no se desarrollan adecuadamente? ¿Y cómo desarrollarlos si no ejercitamos las operaciones básicas para generar la movilidad del intelecto? En una anécdota que pretendía ser graciosa, y que para mí era tremendamente triste, una alumna le reclamaba a su maestra por qué le corregía la palabra vaca cuando la escribía con B, si sonaba igual. La legalidad y la legitimidad de muchas cuestiones en el mundo de hoy, pasan esta premisa, “da igual”. Entonces no nos esmeramos por ser mejores. Esto se refleja en todos nuestros actos y parte de pequeños quiebres de leyes que deben ser protegidas por la institución escuela y fuertemente sostenida por la familia. El alumno tiene que aprender que no es lo mismo escribir kasa que casa; no es lo mismo vaca que baca, tiene que defender el purismo del idioma porque desde allí defiende también su identidad y va construyendo una legalidad que seguramente será transferida a otras acciones de su vida. Y aquí aparece fuertemente la acción de la escuela. Esta institución debe existir porque es una obligación indelegable del Estado que debe preparar a los ciudadanos para poner de relieve los principios esenciales a través de una escuela que enseñe valores, rescate la historia, debata sobre el conocimiento, y prepare la paz social. Los maestros, tanto como los padres, deben darse cuenta de que todo lo que se hace con el niño deja huellas, de que su futura personalidad depende de miles de pequeñas cosas, de acciones que realizamos a cada momento y a las que a veces ni siquiera le presamos atención porque parecen carentes de significados. Por eso es tan importante vigilar los procesos de relación entre los docentes y sus alumnos, para que el para qué de la escuela cobre el significado y la dimensión que se merece. Como dice Herbart: “No es gritando al niño de vez en cuando con violencia como se podrá actuar enérgicamente sobre él. Pero cuando la educación es paciente y continua, cuando no busca resultados inmediatos y aparentes, sino que prosigue lentamente en un sentido bien determinado, sin dejarse desviar por los incidentes exteriores ni las circunstancias fortuitas, es cuando dispone de todos los medios necesarios para imprimir un sello profundo en las almas de los educandos”. Esto no quiere decir que la relación docente – alumnos tenga que carecer de autoridad. Todo lo contrario. Tiene que ser esencialmente una acción de autoridad. Una autoridad que nazca de un ascendiente moral, para lo cual debe necesariamente primero tener la confianza en sí mismo. Volvemos aquí al tema central de este escrito, esta tan importante como complicada relación pedagógica. Cuánta responsabilidad implica para el docente construir un perfil deseado dentro de las posibilidades tanto personales como sociales que lo condicionan. Sabe que debe ser un buen intérprete de las grandes ideas morales de su tiempo y de su país. Que por momentos tendrá que superar su propia identidad y dejar de lado su orgullo, su vanidad en orden a respetar y consensuar con otras ideas aquello que debe trasmitir. Para construir la relación pedagógica debemos entender que autoridad y libertad no son opuestos, sino que por el contrario se retroalimentan constantemente. Toda libertad proviene de una autoridad bien entendida. Porque ser libres no es hacer siempre lo que a uno le gusta sino saber ser dueño de uno mismo, de sus decisiones, de su identidad. Ser libre tiene que ver también con el cómo obrar, teniendo siempre presente a la razón y a los sentimientos. Implica también cumplir con los deberes del ciudadano, cualquiera fuere el lugar social en el que le toque actuar. El compromiso de todo docente que aspira formar una persona de bien en cada uno de sus alumnos es poder pensar y repensar su rol teniendo en claro la enorme influencia que tiene su actitud hoy en la vida actual y futura de cada uno de los educandos. |