La versión del padre de Personal

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Por Juan Leopoldo Ramos
Psicólogo Ucse – juanllramos@hotmail.com
“Vamos a determinar esto mientras estamos todavía en
el afelio de nuestra materia, pues cuando lleguemos al perihelio, el calor será capaz de hacérnosla olvidar.”
Georg Lichtenberg

 

 

El niño irrumpe en el trabajo de su papá. Una secretaria, agente de un ordenamiento, le dice “Ey ey!” pero no hay tope para el chico.
Se dirige hacia el jefe, el que tiene la autoridad que sí funciona. Pero el niño debe tenerla más grande y efectiva porque tiene la certeza de poder actuar sobre el padre del padre.
Dice el niño: “Mira, te la voy a hacer corta. Yo a mi viejo lo conozco desde que nací y puedo darme cuenta cuándo algo anda mal”. Porque teniéndola más grande que no sólo su padre sino que el padre del padre, el jefe, es que puede gravar la longitud de cómo la puede tener el capo del capo. Se planta en que maneja los tiempos, como Mascherano o Kubrick, pero en su casa, hipersensible a lo que mal ande.
“Por lo que entiendo sus compañeros de trabajo no lo paran de molestar por su celular” sigue el pequeño. Y dónde está la joda: en que su modelo de teléfono, es decir el gadget que sostiene la rigurosa orden de llamar inmediatamente, es anticuado, viejo, old-fashioned, porque tiene “tapita”, en tiempos de diseños sin ella. No hay que bucear más allá de este punto para los fines de la pragmática publicitaria y sus efectos sobre el consumo. La cosa es comprar un teléfono nuevo, y para papá, para llamarlo mejor, para ataviarlo mejor, para amarlo mejor.
En la escena siguiente, los compañeros de trabajo del padre lo gastan con un entrelineado que denigra el carácter anticuado del aparato, mientras el padre yo diría que aparece desfalleciente, prestado a la humillación, sin posición, con exposición a la violencia laboral. No se defiende, no se queja, no putea, sólo pende del teléfono.
“También con ese celular con tapa, eh, je je” se mofa the boss, convalidando, sumándose a la violencia-al-padre, habilitando el jaque a ese agente de autoridad que se muere vivo.
“A veces ustedes los grandes pueden ser medio crueles, ¿eh? Es fácil. O esto cambia o lo cambio de laburo, ¿estamos?” dice el niño, con una soberbia que sólo los matones pueden tener. Porque esa dimensión está en juego, la de la suspensión terrorista de los ordenamientos. Porque no sólo rompe con los modos de interpelar una fuente laboral, sino también da cuenta de su poder para realizar a gusto algo como poner y sacar gente de ese trabajo, de hecho a su propio padre.
Aquí el padre es tutelado por el hijo. El hijo es un matón sin otra ley que la de su goce, en el que se excede desde el implosionado cobijo de la filiación hacia los destinos del padre. Como el padre es un muerto vivo, el hijo va a vengar esta extraña condición, llevándose puesto lo que se cruce.
En esta postura, agrega el menor: “Yo voy a salir por esa puerta y cuando baje del ascensor después de tocar todos los botones espero que haga algo al respecto”. El jefe responde: “Veré qué puedo hacer”, para que el chiquito remate: “Eso espero”.
Los genios de la publicidad de un país que se regocija en el saber hacer publicidades –entre muchas otras virtudes­­- han provisto a la megaempresa de servicios de telefonía Personal este concepto del orden familiar, del clima laboral y de los tiempos modernos con un éxito que en los comentarios de YouTube al video pueden ser apreciados en toda clase de reacciones de loas y gracia y jocosidad.
No pienso que tales luces porteñas estén creando realidades afines al perfil ejecutado desde la empresa. Pienso que un tacto introducido en la dinámica contemporánea les provee sin mayores méritos estos excesos: el acoso laboral, el furor tecnológico y el deslinde generacional.
Este niño está caliente pero no inscripto, no afiliado a ningún modo de protesta, denuncia o articulación cualquiera en la que se dice bien lo que anda mal. Al contrario. Él puede señalar que sabe que algo anda mal pero no puede no enloquecerse con esto. Su calentura responde al fuego encendido por los excesos de un padre consumido al calor de la tecnología, de la ferocidad de la madre, de la inclemencia del tiempo que lo envejece, de lo que sea.
Este niño es un obsceno, un sujeto atado con alambres a un mejunje que no es de excepción en los días que corren. Á lo say no more, el capricho infantil se promueve a ley porque, por lo menos, acechan dos fantasmas: el del psicologismo que teme las frustraciones infantiles y el de la vejez. El niño quiere ponerse los pantalones, y el padre se los da. El niño es algo que con esos pantalones, da a ver algo jocoso, algo de un placer oscuro a los adultos. Algo bastante oscuro se juega en eso que divierte en esta escena infantil.
Todo el aviso publicitario indica la orden de consumir el rubro telefónico continuadamente aunque la escena esté manchada con sangre o, antes que eso, un crimen esté por cometerse. Antes un celular sin tapa que las tapas voladas de los sesos del padre y del hijo.