Violencia institucional contra adolescentes. Hacia el fortalecimiento de respeto a los derechos humanos

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Por Natalia Smith
Psicóloga – nataliasmith@live.com.ar

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Partiendo de un caso conmovedor, del interior de nuestra provincia, donde un joven ha sido violentamente agredido por la policía, a punto tal de dejarlo sin capacidad de habla, de movimientos, es que quisimos realizar una reflexión y llamado a la acción, sobre los sucesivos hechos de violencia a los que nuestros adolescentes y jóvenes santiagueños (sobre todo los de sectores más empobrecidos) son sometidos a diario, por cierto personal de seguridad de nuestra provincia. Este texto pretende hacer un análisis de la praxis cultural, política, social y subjetiva con la que son tratados estos temas y sus principales protagonistas, los adolescentes en “conflicto con la ley penal”. Este texto se desprende del proyecto de “Violencia Institucional contra los adolescentes: hacia el Fortalecimiento del Respeto a los Derechos Humanos”, que surge en el año 2011, materializado en Santiago del Estero y Mercedes, Pcia. de Bs. As, promovido por CODESEDH, con el fin de realizar un diagnóstico situacional, asistir y promover políticas públicas tendientes a erradicar la violencia como trato naturalizado.

Al decir de la antropóloga de la UBA, Sofía Tiscornia,
“…los hechos de violencia policial que resultan en muertes y abusos, son producidos sistemáticamente, y son, en proporción considerable, un modus operandi institucionalizado de las fuerzas policiales. Pero, su característica principal es que son aplicados fundamentalmente sobre aquellos grupos o personas que, pertenecientes a sectores pobres, transitan el ambiguo y anchuroso espacio de la ilegalidad…”[1] Refiere esta autora, y compartimos, que es esta una afirmación que debemos probar, pero que existe históricamente como una práctica aceptada dentro de las rutinas cotidianas de las fuerzas policiales… son prácticas “normalizadas”.
Estas prácticas, como tales, son el resultado de una serie de mecanismos, formas de actuación, costumbres burocráticas y complejos procesos de estructuración institucional de profundas raíces históricas. Lo cual determina, por su aplicación acotada (sectores pobres) una condición de opacidad para los sectores medios, aquellos que paradójicamente acceden a puntos de saber y de poder que la ignorancia y la pobreza no llega a alcanzar.
Es decir, los abusos policiales aparecen muchas veces como el resultado de control violento de delitos de menor cuantía e ilegalismos diversos. Así también se justifican socialmente aquellos que son “bien merecidos” dado el agravante producido por un ciudadano (abusos, asesinatos, etc.).
De las definiciones de violencia institucional encontradas, podríamos resumirla como “ciertos actos abusivos y dañinos ejercido, por acción u omisión, de parte de alguien o de un grupo de personas hacia otra persona o grupo de personas, por convicción, decisión, voluntad o espíritu naturalizado de ciertas prácticas institucionalizadas para alcanzar cierto poder manteniendo de esta manera el orden o statu quo social”.
Siguiendo con el análisis que realizan Aguilera y Duarte en su definición de violencias institucionales, plantean tres rutas interpretativas que aportan a la comprensión de los discursos de legitimidad/ ilegitimidad de la violencia institucional.

1. Representación y Mediatización

Estos autores postulan que desde esta primera interpretación, si la producción de las visibilidades contemporáneas – entre ellas la de la propia idea de violencias- pone al centro a los medios de comunicación, será necesario replantearse qué información recibimos a diario que constituye y liga la violencia hacia ciertos sectores y personas, y qué información no recibimos con el fin de proteger a un sector promotor de violencia. Ante esto me pregunto ¿Cuántas veces por día escuchamos y vemos por medios de comunicación vandalismo, asesinatos, robos, muertes, abusos, por parte de chicos cada vez “más” chicos, hacia ciertos sectores de la sociedad (trabajadores, clase media, etc.)? Incontables, hasta insoportables veces. ¿Y cuántas veces en televisión y diarios encontramos noticias de chicos muertos, asesinados, suicidados, maltratados y torturados en dependencias policiales y penales, o por quienes deberían velar por sus cuidados y seguridad? Solo acontecimientos aislados y muy renombrados pueden dar lugar a una publicación de esta índole, haciéndonos pensar que sólo esto ocurre por descuido, enfermedad o patología de ciertos agentes o bien una exageración para provocar sensaciones de “inseguridad” por parte de quienes deberían cuidarnos y protegernos de “aquella lacra social” (pobres, adolescentes sin rumbo, adictos, etc.)

2. Abandonos Políticos

Las acciones de violencia institucional pueden ser el resultado de actos concretos, como las acciones de los agentes encargados de la seguridad pública, que al día de hoy siguen siendo criticados por las modalidades y las racionalidades desplegadas en el intento de cumplir con sus objetivos (quizás con el anhelo de conseguir la utopía de la zona cero de violencia e inseguridad). La detención y hostigamiento por la forma de vestir, por estar en horas y lugares definidos por la autoridad como inapropiados, las persecuciones policiales luego de alcanzada la libertad, con mensajes como “te vamos a vigilar”, “la próxima te hacemos una causa y no salís mas”, “no hables o sos boleta”, la restricción de la libre circulación del joven por las calles, el silenciamiento de los malos tratos recibidos, la pérdida de la escolaridad por faltas reiteradas debido a sus detenciones simultáneas, el alojamiento en los grupos sociales de identificación de historia de vida, nucleados por el anestésico por excelencia, la droga. Todos estos son signos del abandono político para accionar ante estas situaciones y sobre estos sujetos que quedan en la nada, sujetos del terror.
Pues no existe lugar que garantice que sus verdades puedan ser relatadas con la tranquilidad, que no vendrá una represalia peor luego de que salga a luz. La represión está tan arraigada que se agarra de su fuerza simbólica para ejercer violencia aún sin volver a producirla. Entonces aquí surge la violencia del trauma, aquella que se manifiesta a través de la autoagresión o de la venganza social. “No puedo contra ellos pero sí contra mí o contra aquellos que no me hicieron nada pero que tampoco actúan”. La violencia por el trauma se repite en otros actores o en sí mismo, pero debe repetirse, debe por su condición traumática ligarse a ese recuerdo y producir el goce por la pulsión de muerte.
Mientras estos hechos en la vida del joven no se resignifiquen, mientras no haya lugar para los mismos, el Eros (la pulsión de vida) no vencerá. Mientras no existan espacios que se encuentren preparados para su re significación (escuela, familia, espacios de recreación y tratamientos, debidos procesos judiciales) el adolescente se encontrará muy lejos de sentirse “apto a la sociedad actual”, como todos esperamos que lo sean. Esto forma parte de una acción política que mire a sus jóvenes como parte real del estado y no como aquel que viene a ponerlo en jaque.

3. Paralegalidad

Hoy, las respuestas a las situaciones de mediatización de violencias y abandonos políticos vienen dadas por prácticas y sujetos que aseguran, a amplios sectores de varones y mujeres jóvenes, unos mínimos de certidumbre y un orden social paralelo. Es el caso del narcotraficante como figura emblemática de paralegalidad en los sectores empobrecidos: asegura la supervivencia de sus vecinos/as; otorga trabajo a quienes no lo tienen; invierte en desarrollo comunitario y beneficencia, y reconoce a la autonomía y valora a niños, niñas y personas jóvenes. Aún cuando su interpelación y oferta de seguridad no sea dirigida a una “comunidad” sino más bien a “individuos”, ante el vaciamiento institucional reseñado, estas figuras no se definen tanto por la ilegalidad de sus acciones como por la capacidad de instalar un poder paralelo.
Estos contenidos alternativos son los que hoy hegemonizan grandes sectores de las juventudes.
Las organizaciones sociales gubernamentales y no gubernamentales, cobran radical importancia en la intervención y el análisis de esta problemática, donde es necesario posicionarnos en el hoy, y revisar nuestras prácticas y prejuicios, desde un tiempo y un contexto que nos interpela.
La mirada del niño y del adolescente ha cambiado. Hoy renace el adolescente con voz, con derechos, con intereses superiores, con posibilidad de un debido proceso, con participación activa, con derecho a desplegar su subjetividad, derecho a ser sujeto de quien puede aun ligarse a su falta con actitud contemplativa y formativa, con condicionantes y limites. Pero qué lejos nos encontramos de todo esto en nuestra provincia, en nuestra Nación. Pues existe un vacío jurídico para este paradigma; recién se están sembrando espacios ejecutivos que paradójicamente se proyectan en el aire, en la ilusión de una Ley que no existe materialmente en este contexto, y apela a lo que debería ser, acompañando “hasta donde se pueda y como se pueda” al adolescente en conflicto con la ley. Debemos convencernos que, al decir de Eva Giberti, sin capacitación académica a nivel interdisciplinar en el tema y sin voluntad política para la ejecución de políticas públicas que respondan a una legalidad vigente, no podrán abolirse las prácticas ni las teorías que ponen en posición de objeto a los NNA y en posición de Amo y poder a quienes debemos intervenir con ellos.
Proponemos el despliegue de este fenómeno particular, la violencia institucional hacia adolescentes, para acceder a un conocimiento real y concreto, cuantificar el contenido de hechos de violencia, y materializarlos en registro de datos, con el fin de que se vuelvan “cualificables”, es decir, capaces de cuestionar costumbres locales, reconocer que las rutinas hacen a las prácticas, que las prácticas configuran cuerpos de las víctimas y victimarios, y que los discursos constituyen también la forma en la que soportamos la violencia punitiva.
Dadas las consecuencias nefastas que produce la violencia en nuestros jóvenes, y como órganos de protección de derecho, justicia y acción social, pensamos:
-¿De qué manera, que no sea la policial-represiva, se pueden generar procesos que contrarresten dichas tendencias?
-¿Qué tipo de conocimiento, (que no sea el prontuario o el certificado de antecedentes) de las condiciones biográficas permitiría diseñar procesos de reconstrucción de vínculos comunitarios fundados en el respeto y en condiciones materiales de existencia humana hacia estos adolescentes?
Estas preguntas sólo obtienen su respuesta en el cabal conocimiento de la problemática que nos aqueja, el intercambio de experiencias con políticas más avanzadas y exitosas, y, fundamentalmente, la intención de proteger y mirar de manera integral e inclusiva a nuestros adolescentes cualquiera fuera su condición jurídica, educacional, de salud o social.


[1] Tiscornia, S. “Violencia Policial. De las prácticas rutinarias a los hechos extraordinarios” Web.