Por María Victoria Ríos |
Lic. en Psicología por la Ucse. Docente de la Ucse. Miembro de la comisión de acreditación de la Lic. en Psicología – riosvicky1@hotmail.com |
“Los poderes organizan Cuál será la repartija De los bienes de la época. Nadie se puede salvar, Nadie se puede salvar…” Fito Páez Si consideramos a la adolescencia como aquel grupo comprendido por personas que han dejado de ser unos infantiles sujetos para transitar por los carriles que dan cuenta de un momento lógico más no cronológico, y que conducen a lo que el Otro social llama adultez; no debemos dejar de atender a la sexualidad que se enmarca en una determinada subjetividad y le otorga a ésta última, el argumento y guión con que será narrada e historizada. Histerizada también. Digo esto porque la sexualidad es esa otredad que nos sostiene como sujetos enlazados a una existencia lenguajera, esto es, no reductible a con¬sideraciones que comulgan con la biunivocidad de las leyes naturales; esa “Cosa Nostra” que peca de generalizaciones, y de lo cual no me canso de decir que es el precipicio en el que toda subjetividad es arrojada. Esto precisamente ocurre cuando intentamos echar un manto de ol¬vido sobre aquella distinción inconmensurable de la que ya nos alertaba el célebre innovador austríaco, cuando borraba de un plumazo cualquier equiparación salvaje y bizarra entre sexualidad y genitalidad. Por todo esto, se torna pertinente poner de manifiesto aquello que pue¬de escucharse cuando algunos discursos se ocupan de “LA” [Con ello hacemos refe¬rencia a la existencia de aquello que no hay, La relación sexual] adolescencia más no del adolescente. Cuando nos referimos a la generalidad, corremos numerosos riesgos que nos depara la clasificación de un continente y nos olvidamos de escuchar el dialecto en el que parla cada subjetividad al constituirse tal, y el modo en que cada adolescente re-crea este momento de acuerdo a las condiciones de posibilidad de su enclave particular y a su saber-hacer con ello.
Es así que como adultos que somos y creemos ser, debemos darle la palabra al adolescente y no atiborrarlo con datos e imperativos que no conducen a otra cosa que a edificar un muro, en el que los lamentos es¬tán a la orden del día. Es el otro grande quien tiene el poder de solicitar, en diferentes mo¬mentos históricos, qué tipo de adolescencia tendrá lugar, asidero, en un de¬terminado recorte témporo espacial. De este modo, las personas que par¬ticipan del tejido social, interpretan y en consecuencia instituyen la particu¬laridad que tamizará el ser adolescentes; esto es, qué puede esperarse de ellos, qué no; el modo que adoptará la información y así contamos con los medios masivos de (de)formación: internet, tele-vi(C)ión, revistas, propa¬gandas publicitarias, etc., que imperan la desinvestidura del pudor, vergüen¬za y asco, no sin atravesar algún límite. ¡Propósito perverso si los hay! A diario nos encontramos con progenitores que, leyendo lo que el otro social les demanda, idealizan la adolescencia y a consecuencia tenemos padres que olvidan que deben ejercer el rol [Léase función paterna] que les compete. Cuando esto ocurre, el lazo social se quebranta. ¿Cómo podría sostenerse sin ley le¬galizante de efectos regulados? Es condición necesaria que quien se hace eco de esta legalidad no se conduzca regresivamente, saliéndose de la responsa¬bilidad que le compete. Este fenómeno social nos estupidiza a todos. Rescato lo que una profesional que ejerce la medicina muy bien remar¬caba en una jornada destinada a la salud adolescente, al considerar la im¬portancia de mantener la distinción generacional. De otro modo, no hay lugar vacante a ser ocupado puesto que todos quieren adolecer. Esto no nos conduce sino a un caos social, donde quienes tienen que representar la ley, se corren del lugar y quienes tienen que ser legislados se impactan con éste vacío legislativo y el lazo social se tiñe de violencia. Nos enloquece carecer de una justa medida, de algo que venga a po¬ner tope al efecto multiplicador que hoy vivimos en nuestra provincia, en la que la agresión no sólo se aloja en las fauces de los denominados perros peligrosos sino también en la perseverativa contienda entre adolescentes de colegios secundarios que cometen auténticas barbaridades. Puesto que el deseo no puede encauzarse, es como leemos el males¬tar traducido en goce [Por goce entiéndase aquello que un sujeto puede atisbar en la escala invertida de la ley del deseo y que constituye un imposible]. Retornaríamos de este modo a un estadio pre¬cario, operando una suerte de inversión en el intercambio social. Por no tener lugar una ley legalizante de diferencias, sino un borramiento de las mismas, sus (d)efectos [Con ello aludimos a unos efectos que resultan un tanto defectuosos, valga el neolo¬gismo] se enloquecen a sí mismos y la elaboración simbólica no tiene otro destino que el de fracasar. Debemos distanciarnos de la tentación de creer que es la adolescen¬cia o los adolescentes, esa mácula que “hay” que exorcizar, el mal bicho que “hay” que desalojar para que la sociedad “funcione”, para que lo im¬posible llegue a articularse. En otras palabras, para que La relación sexual [La relación sexual es lo que en psicoanálisis se afirma como inexistente si consideramos al significante fálico como aquel que instala la diferencia en cuento al goce/deseo de uno y otro sexo], exista. Los adolescentes ya están desalojados, excluidos de una sociedad que tan sólo los considera un mercado vulnerable sobre el cual a diestra y si¬niestra se ejerce el consumo. El “con-zumo” diríamos, pues los exprimen cual fluido errante e imposibilita consolidar una crítica consistente que haga frente a la marejada social. Nuestros adolescentes echan mano de cuanto recurso tengan al alcan¬ce y muchas veces –sino la mayoría de ellas– en este chapoteo que experi¬mentan, caen en lo que algunos discursos –especialmente el médico– llaman factores de riesgo. ¡Y como si fuera difícil no correr alguno de ellos! La sociedad toda está en riesgo. ¿Acaso no lo estaría si de lo que ca¬rece es de un gran padre que legisle los intercambios? ¿Cuál lazo social? Si a falta de un gran padre tenemos un gran hermano que perversea con sus efectos al instalar e instituir una ley despótica, la ley de su capricho, sí, esa ley que le permite saciar sus exacciones en virtud de los antojos que le venga en ganas, como ya lo dijera Sade citado por Lacan [Lacan, Jacques. Escritos 2, Bs. As. Siglo XXI, 2°ed., 2003].
La sociedad del siglo XXI es una sociedad perversa y en consecuencia… ¿Qué lazo pretendemos encontrar? ¿Cómo barajar la posibilidad de que nuestros adolescentes constituyan la excepción a dicho sistema teñido de capitalismo? Michel Foucault, en la historia que se ocupó de narrar sobre dicho ob¬jeto, afirmaba que la sexualidad fue –y nosotros diríamos que sigue sien¬do– un dispositivo de poder, un vehículo para colonizar los cuerpos y sus placeres. La adolescencia del siglo XXI está haciendo síntoma. Los datos estadísticos indican la pregnancia de embarazos en una franja etaria próxima a la niñez, con una media que indica el inicio del comercio sexual a los 15 años. Noso¬tros tendríamos la prudencia de poner en entredicho la tan extendida con¬cepción popular que asegura que dichos embarazos no son deseados como si hubiese una causalidad lineal y unívoca entre gestación y adolescencia. Del mismo modo nos alarma otra situación en la que el partenaire re¬querido está dotado de una impersonalidad tal que resulta prescindible entablar una relación vincular como condición que ofrezca marco al co¬mercio sexual. Esta modalidad se encuentra muy emparentada a la esce¬nificación perversa, ya que en dicha estructura, el amor tiene más de sa¬ber-hacer con el otro (y con el Otro) que de don simbólico. Tampoco nos oponemos a la información que pueda brindárseles so¬bre lo pertinente en cuanto a cuidados ginecológicos. Por el contrario, es necesario que así sea, aunque no cualquier persona es adecuada para ha¬blarles de sexualidad puesto ningún adulto es parámetro de madurez en base al cual deben moldearse. Lo esencial es no adoctrinar sobre el de¬seo. De otro modo no sería más que el modelado de un imaginario so¬bre otro imaginario, la metamorfosis de un síntoma en otro no muy radi¬cal en lo relativo a su diferencia. No nos olvidemos que toda explosión discursiva no es sino la mas¬carada que brinda un semblante empapado de cientificidad, y que en el caso que nos ocupa, se hace eco de la scientia sexualis [La scientia sexua¬lis consistía en tornar de investidura científica aquel poder eclesiástico en el siglo XVIII que ya denunciara Foucault, para ejercer el poder median¬te la vigilancia y disciplinamiento del conjunto social]. El poder apuntó a la sexualidad como instrumento de dominio que desde el siglo XVIII se viene apoderando de los cuerpos, constituyéndose en un auténtico bio¬poder [Biopoder es un concepto construido por Foucault para referirse al disciplinamiento que ejerce el poder sobre la vida de las personas, y de este modo, controlarlas]. Así lo vemos con la histerización del cuer¬po femenino, la instrucción a los padres para prevenir a su progenie de las escorias del onanismo, las innovaciones anticonceptivas para evitar ex¬plosiones demográficas, etc. Debemos cuidar las palabras que empleamos. Ellas están cargadas de una multiplicidad de sentidos. Estas palabras a las que aludimos deben promover el pacto, el lazo social y no el impacto que provocan los pro¬pios prejuicios de los “adultos”. Lo importante es que cada adolescente hace su adolescencia en base a sus condiciones subjetivas y no por ello son menos maduros que algu¬nos adultos que creen que para serlo (o parecerlo) es condición necesa¬ria acumular edad cronológica. ¡Debemos escucharlos! Los adolescentes –y el conjunto social– necesitan la palabra, pero no para hacer uso y abuso sino para que el diálogo se instale.
La palabra es el mejor remedio para la angustia. Pero ¿la angustia de quién? ¿Del adolescente? ¡No! Es de todos y a cada instante emprende el viraje en aquel interjuego de fuerzas en constante puja como diría Foucault, y que a cada instante cambia de lugar. Si los vínculos amorosos permiten soportar el yugo de la castración, hoy, al no “haber” lazo entre los miembros de la sociedad, al debilitarse éste, la cuestión se instala ¿Cómo soportar la angustia que no es otra que la de castración? ¿Cómo pretender que la violencia, la indiferencia, el sín¬toma no se jueguen su partida?
Al estar en jaque la intersubjetividad, la sociedad podría ser definida como una colección de individuos que al no poder sostener el lazo amoroso se conducen montando una Es nuestra responsabilidad denunciar aquello que escuchamos y que hace rui¬do en nuestros oídos cual interferencia, a fin de no quedar como sociedad, mio¬pes de la realidad, soportando la esquizia que otros discursos padecen. Debemos atisbar el modo otro, auténtico y por ello responsable de asumir una postura que reflexiona sobre las condiciones que la preexis¬ten. De otro modo, nos veremos reducidos a ser objetos jugados por el gran titiritero. Con ello me estoy refiriendo al mercado, gozoso ordena¬dor de prácticas sociales, donde “… a los sujetos se los cuenta pero nadie los toma en cuenta” [Braunstein, Néstor. Goce. Un concepto lacaniano, Bs. As.: Siglo XXI, 2006, Pág. 283]. Para concluir diremos que la adolescencia, la adultez, la sociedad, el lazo social, los diferentes discursos, la violencia, la sexualidad, entre otros obje¬tos que aquí abordamos, son productos construidos desde lugares de po¬der que se forman y transforman de acuerdo al momento histórico, puesto que la verdad no existe per se, sino que es consecuencia de un implante en las prácticas sociales, para fabricar la realidad del siglo XXI. Desconocer la sobredeterminación que padecen significa reducir nuestro análisis y perdernos en los laberintos de la comprensión como ya nos advirtiera Lacan. ¿Acaso no es la pérdida del lazo social el nuevo dispositivo de satura¬ción que labora conforme a los intereses del poder, y que vuelve perver¬sa a la sociedad del siglo XXI que pretende colmar la falta del Otro con¬duciéndose para ello, de modo ilegal?
Bibliografía Dor, Joel Introducción a la lectura de Lacan. Barcelona. Gedisa. 1998. |