Por Omar Layús Ruiz |
Docente UCSE – omarlayus@hotmail.com |
Jim Stark enciende cigarrillos y fuma sin parar durante casi todas las escenas. Maneja su auto sin límite de velocidad, como si no hubiese un mañana, sin despeinarse. Carga un facón, por las dudas, por si hay que medirse con algún adversario montado en la horma del jefe de los malos. Jim luce como un maleante, o por lo menos eso pretende, o se pretende.Jim es el personaje central de “Rebelde sin causa” (Rebel without a cause, Nicholas Ray, 1955), un joven de secundaria movilizado por sus pulsiones y conflictos existenciales, problemático, picapleitos, y condenado a ser leyenda luego de la temprana muerte de James Dean -su protagonista- un par de meses después del rodaje.Los estereotipos, como sabemos, pueden ser positivos o negativos, pero recortados al fin sobre un molde, sobre parámetros, características y cualidades asignadas con arbitrariedad; traídos hacia nosotros por las películas, los libros, las canciones y los medios de comunicación. Jim representa -está construido- a imagen y semejanza del estereotipo adolescente estadounidense del auge del american way of life, que el cine edificó en los años de Guerra Fría: desorientado, confundido, provocador, desafiante, rebelde, pero en el fondo, sensible. Un modelo situado, como las demás representaciones que el cine nos dejó a lo largo del tiempo: desde Alex y su pandilla (A Clockwork Orange, 1971), el Danny de Randall Kleiser (Grease, 1978), el Donnie de Richard Kelly (Donnie Darko, 2001), los bullys extremos de Larry Clark (Kids, 1995 – Bully, 2001); hasta los kidults de Jason Reitman (Juno, 2007) y los indies post-adolescentes de Greg Mottola (Adventureland, 2009).Días pasados, declaraciones de activistas por la vida sirvieron de plataforma para un reporte especial publicado en uno de los diarios impresos de la provincia. En él constaba un interminable listado de referencias a la hipotética actual situación de los jóvenes santiagueños, en relación con cuestiones como el alcohol, las drogas blandas y manifestaciones sexuales que en conjunto emergen en un combo linealmente inacabable y predecible, que lleva inevitablemente a estos jóvenes al encuentro con la última frontera de lo real: la muerte.Los jóvenes aparecen clasificados en esta publicación según su edad desde los 9 años hasta una presumible pero no evidenciada edad de aproximadamente 16 o 17. Bourdieu (1990) dice que las clasificaciones por edad vienen a ser siempre una forma de imponer límites, de producir un orden en el cual cada quien debe mantenerse, cada quien debe ocupar su lugar. Es en esta franja de edades en la que parece que los jóvenes promueven el caos y la alerta hacia los padres. La explosiva combinación de alcohol, sexo y muerte; la decadencia extrema, la amplia gama de prácticas aberrantes, la prostitución por monedas, la falta de inocencia y las motos veloces parecerían ser exclusividad de esta franja etaria, en la que los jóvenes se encuentran.Para Margulis (1997), el concepto de juventud “apela, más que a una condición natural, a una construcción social que se apoya en elementos biológicos; encierra significaciones complejas y, a veces, contradictorias. Como otras designaciones adoptadas para nominar y acotar etapas del ciclo vital, es un concepto asociado con pujas por el poder o el prestigio, no tiene igual alcance ni sentido entre los diversos sectores sociales ni en distintos momentos de la historia”. Esos mismos jóvenes apáticos, estigmatizados por la sociedad adultocéntrica como “zombies”, “anómicos”, “interesados en nada”, en fin: desvitalizados, desmotivados, y prácticamente despojados de toda potencia transformadora; esos jóvenes hijos de un tiempo anunciado como el fin de la Historia y las Ideologías (Kriger, 2011). Esos que en las estadísticas locales pasan de ser “jóvenes” a “personas” cada vez que es oportuno denunciarlos porque “ya no creen en Papá Noel ni en los Reyes Magos” como en otras épocas.Para entender por qué los jóvenes se manifiestan, viven, son de tal y cual forma es importante más que pedirles o juzgarlos por aquello que hacen o no hacen respecto de los jóvenes de generaciones anteriores, comprenderlos en su relación con la situación histórica que les toca vivir (Urresti, 2000) por encima de cualquier generalización o intento de reflexión simplista que los coloca siempre en el lugar más fácil y denigrante al que esta mirada adultocéntrica los acorrala.Esa “condición de poder y control que los mayores poseen respecto a los menores” (Duarte, 2002) se refleja mediante estos y otros mecanismos hegemónicos de construcción discursiva por parte de entidades que más allá de su buena voluntad y noble vocación de cambio social, ponen en escena a los jóvenes. En el reporte periodístico antes mencionado, ellos – los chicos – son puestos en evidencia como esos que, con el alcohol, “se atreven a decir cosas que normalmente no dicen, hasta que, cuando menos se dan cuenta, ya están en coma alcohólico”; y ellas – las chicas – son retratadas como que “son más tomadoras, más fumadoras, hacen iniquidades (…) y llegan a estar desnudas en pleno boliche, en los reservados”.Benveniste (1971) menciona que el discurso constituye al lugar donde el sujeto construye el mundo como objeto y se construye a sí mismo. Es una necesidad crítica, entonces, promover que los discursos sobre la construcción de los sujetos juveniles no caigan en esquematismos, reduccionismos y demás relativismos simplistas. En lamentables casos, en cada puja por el sentido, el discurso se lleva puesto a su objeto, lo estigmatiza, lo empobrece, pero sin embargo, promueve su re-pensamiento y re-elaboración. Volviendo a Margulis (1997): Cada palabra que usamos tiene una historia. Ha sido socialmente constituida, incluye pujas y conflictos, luchas por la significación. Existe una historia social del sentido; también son culturales la percepción y la sensibilidad. No percibimos “naturalmente” sino a través de procesos que se han ido constituyendo en la interacción social.
Referencias bibliográficas – Benveniste, Emile, “Problemas de Lingüística general I”. Ed. Siglo XXI. México. 1971 |